Durante siglos, muchas de las familias arequipeñas decidieron el destino de sus hijas adolescentes, enviándolas al claustro para llevar una vida de oración. Hoy, casi 500 años después, es posible conocer la realidad en la cual vivían, mientras un reducido grupo de religiosas continúa abocada a la adoración de Dios en el Monasterio de Santa Catalina.

Un muro blanco de cuatro metros de alto bordea una de las manzanas más grandes de las calles de Arequipa. En su interior existe una verdadera ciudadela de 20.000 metros cuadrados que nada sabe de bocinas, gritos de vendedores ambulantes ni del alto tránsito vehicular de las tardes. Está completamente aislada.

Estas enigmáticas paredes de sillar, la piedra emblema de la ciudad, abrazan uno de los tesoros vivos más importantes de la historia arequipeña. Es el Monasterio de Santa Catalina de Siena, que ha logrado mantenerse intacto durante 500 años, guardando también la herencia de cientos de mujeres que pasaron sus días allí, completamente dedicadas a la oración.

En silencio, las personas recorren las calles del claustro que permanecen abiertas al público, mientras las monjas, ocultas a la vista y el oído de los visitantes, y completamente ajenas a lo que pasa fuera de estos cuatro muros, siguen dedicando su vida a Dios.

Una vida de adoración

Durante los últimos años de su vida, el Virrey Francisco Toledo llegó a Arequipa en lo que sería una de las visitas más importantes para la ciudad. En reunión con el cabildo, sus representantes le manifestaron lo mucho que la ciudadanía anhelaba tener un monasterio en la ciudad.

En esos tiempos, las familias aristócratas se enorgullecían al poder enviar al claustro a su segunda hija. Hubiese o no vocación, las miles de mujeres que pasaron por el Monasterio de Santa Catalina durante los primeros años de su fundación, ingresaron a él entre los 12 y 14 años acompañadas por una sirvienta y la nada despreciable suma de entre mil y dos mil monedas de plata.

Todas ellas pudieron ser parte de la historia del convento gracias a Doña María de Guzmán, una mujer que se enclaustró por decisión propia tras la muerte de su marido, donando todos sus bienes a la construcción del lugar. Gracias a ello fue posible fundarlo en 1579.

Con el paso de los años se admitieron también monjas de clases más bajas. Las llamadas “donadas”, sin embargo, tuvieron que abocarse a tareas más sacrificadas que las mujeres aristócratas que llegaban con una dote. Sin embargo, independiente de su posición social, las reglas eran claras para todas ellas: la única visita permitida era la del médico en caso de extrema necesidad, mientras que las novicias debían permanecer cuatro años aisladas desde su ingreso al lugar.

En 1582, sólo tres años después de su fundación, un terremoto destruyó parte importante del monasterio. Sin embargo, sería sólo el primero de muchos que vendrían, y las familias de las religiosas optaron por construir celdas privadas en lugar de volver a poner en pie el dormitorio común, lo que terminó dando paso a la ciudadela que hoy conocemos.

Medio siglo de secretos al descubierto

En 1970 se decidió abrir tres cuartas partes del Monasterio de Santa Catalina al público. Desde entonces no hay quien no se haya encantado con la arquitectura colonial de sus callecitas, logrando fusionar perfectamente la herencia de la construcción española con los elementos criollos.

La paz se siente al caminar por las bóvedas abiertas pintadas de color ocre, con buganvilias rosadas que aparecen cada tanto como en el Patio del Silencio, donde las monjas solían leer la biblia y rezar el rosario. De pronto aparecen también espacios completamente azules, generando un contraste únicamente característico de la ciudadela de Santa Catalina.

Con sumo cuidado, las autoridades arequipeñas han logrado mantener intactos los rincones que, frente a los ojos modernos, podrían parecer bastante austeros. Es el caso de los claustros privados, que tuvieron que ser desalojados luego de que el papa Pío IX dictara la encíclica que determinó que las religiosas debían dormir en espacios comunes. Hoy, cada uno cuenta con el nombre de la última monja que vivió allí.

Caminando por la ciudadela también es posible conocer la cocina, donde se exhiben los utensilios que se utilizaban en la época y el pozo que las abastecía de agua. Lo mismo ocurre con la lavandería, con el canal central por donde corría el agua que llenaba las tinajas.

Sin embargo, uno de los lugares que más valor histórico concentra es la pinacoteca, un espacio con forma de cruz en el que se exhiben cerca de 400 pinturas de la época del Virreinato, que fueron encontradas y restauradas una vez que se decidió abrir el convento al público. Es, sin duda, una de las colecciones de arte religioso más importantes de América.

La vida tras el sillar

Todos los días, a las 7 de la mañana, las puertas de la iglesia del Convento de Santa Catalina se abren al público, para que todos puedan participar en la misa. Quien no lo sepa, podría no darse cuenta de que está compartiendo el espacio con las cerca de 15 mujeres que aún permanecen abocadas a la religión.

Una reja las separa de la vida exterior a la que, probablemente, no volverán, cuidadosa de no dejar ver ni un detalle de lo que pasa dentro del claustro. Porque la vida al interior de los 5.000 metros cuadrados que no están abiertos al público sigue siendo un misterio. Sólo se sabe que nuevamente duermen en habitaciones separadas y que, probablemente, algo de modernidad haya cruzado las paredes de sillar del convento. No por nada, los domingos tienen permitido ver un poco de televisión bajo la supervisión de la madre superiora.

A lo que dediquen el tiempo las escasas religiosas que aún permanecen en Santa Catalina es algo que no sabremos por muchos años más. Pero si te quedas en silencio, quizás logres oír el rezo de estas mujeres que, en pleno siglo XXI, mantienen vivo el ideal de llevar una vida de oración completamente dedicada a Dios.

Vive la experiencia